Delia empezó a comprender su soltería varios meses después de separada. No importaba quién de los dos se había ido, sea donde fuere que ahora dormía, la habitación le parecía extraña. Y también el resto de la casa.
Había cambiado de trabajo en busca de un mejor sueldo, sin imaginar la sonsera que estaba cometiendo. Prácticamente doce horas fuera, cansada todas las noches, enojada muchas de ellas, apática hasta para dar un saludo al llegar. Qué importaba, si él dormía, comía, raras veces emitía una queja.
Y un buen día, ya no estaban juntos.
Ahora Delia miraba las cortinas y no recordaba si eran de antes o después de separarse, seguramente las compró después, cuando el sol empezó a entrar fuerte por la ventana. Le pareció divertido mirar los objetos y pensar cuáles eran de antes o cuáles de después de, incluso inventaba historias en que cada cosa era la protagonista. Con eso podía reírse horas sola.
Pero a la noche tenía miedo y hasta lloraba cuando los muslos se apretujaban intentando espantar quién sabe qué monstruos fálicos.
Se dio cuenta de que su colchón se achicaba y que en cualquier momento ella tampoco entraría. Por las dudas cuando dormía ponía otro en el piso.
“Deliciosa LaVeloz”, era el nick que se había inventado para charlar con hombres y mujeres y tener sexo sin tocar a nadie. Pensó en poner la webcam alguna vez, pero en el chat prefería las fotos sensuales y seguramente falsas que se intercambiaban.
No recuerda cuando fue que empezó a recibir anónimos por debajo de la puerta.
Todos estaban escritos en computadora y decían más o menos lo mismo: alguien quería cojer con ella, pero desaforadamente cojer, en vivo y en directo. Era raro, porque no le había dado su dirección a nadie. Además las cartas no la mencionaban por su nick, ni mucho menos por su nombre verdadero.
De todos modos, consideró que si alguien quería cojer de verdad incluiría en sus textos alguna forma de contactarle. A menos que fuera un imbécil morboso.
Al principio le pareció muy molesto ser acosada de esa manera. Pero luego comenzó a desear y esperar la llegada de las cartas. A veces eran simples poemas calentones y otras, portentosos gritos elegíacos. Los anónimos se fueron acumulando en una pila sobre la mesa de luz, de donde Delia los tomaba cada vez que la asaltaba la curiosidad o la erótica desesperación.
Pero el amante nunca decía su nombre -ni el de él ni el de ella- y Delia comenzó a sospechar que se había mudado y que las cartas eran para otra, la inquilina anterior. "Una que habrá estado muy buena", pensaba, "y que seguramente sabía quien le escribía".
Aunque trató varias veces de estar atenta, nunca pudo atrapar in fraganti a la persona que le dejaba las cartas. Los vecinos tampoco sabían nada. De alguna manera, ella se las arreglaba para ser silenciosa y no alertar a nadie.
Una noche Delia llegó de trabajar, se ubicó en la vereda del frente, medio oculta por el poste de luz de su vecino y esperó. A lo mejor el tipo venía en algún momento y podía descubrirlo.
Ahí se quedó, mirando la fachada de su casa. La miró durante minutos, parada. Tuvo que sentarse para seguir observando. Se prendió un cigarrillo y al pitarlo se sorprendió, porque ella no fumaba, pero no le dio mayor importancia.
Miró casi una hora, con mucha concentración y con varias colillas descansando a sus pies, pero no hubo caso. A pesar de lo mucho que intentó, no recordaba si la casa era del antes o del después de.
Había cambiado de trabajo en busca de un mejor sueldo, sin imaginar la sonsera que estaba cometiendo. Prácticamente doce horas fuera, cansada todas las noches, enojada muchas de ellas, apática hasta para dar un saludo al llegar. Qué importaba, si él dormía, comía, raras veces emitía una queja.
Y un buen día, ya no estaban juntos.
Ahora Delia miraba las cortinas y no recordaba si eran de antes o después de separarse, seguramente las compró después, cuando el sol empezó a entrar fuerte por la ventana. Le pareció divertido mirar los objetos y pensar cuáles eran de antes o cuáles de después de, incluso inventaba historias en que cada cosa era la protagonista. Con eso podía reírse horas sola.
Pero a la noche tenía miedo y hasta lloraba cuando los muslos se apretujaban intentando espantar quién sabe qué monstruos fálicos.
Se dio cuenta de que su colchón se achicaba y que en cualquier momento ella tampoco entraría. Por las dudas cuando dormía ponía otro en el piso.
“Deliciosa LaVeloz”, era el nick que se había inventado para charlar con hombres y mujeres y tener sexo sin tocar a nadie. Pensó en poner la webcam alguna vez, pero en el chat prefería las fotos sensuales y seguramente falsas que se intercambiaban.
No recuerda cuando fue que empezó a recibir anónimos por debajo de la puerta.
Todos estaban escritos en computadora y decían más o menos lo mismo: alguien quería cojer con ella, pero desaforadamente cojer, en vivo y en directo. Era raro, porque no le había dado su dirección a nadie. Además las cartas no la mencionaban por su nick, ni mucho menos por su nombre verdadero.
De todos modos, consideró que si alguien quería cojer de verdad incluiría en sus textos alguna forma de contactarle. A menos que fuera un imbécil morboso.
Al principio le pareció muy molesto ser acosada de esa manera. Pero luego comenzó a desear y esperar la llegada de las cartas. A veces eran simples poemas calentones y otras, portentosos gritos elegíacos. Los anónimos se fueron acumulando en una pila sobre la mesa de luz, de donde Delia los tomaba cada vez que la asaltaba la curiosidad o la erótica desesperación.
Pero el amante nunca decía su nombre -ni el de él ni el de ella- y Delia comenzó a sospechar que se había mudado y que las cartas eran para otra, la inquilina anterior. "Una que habrá estado muy buena", pensaba, "y que seguramente sabía quien le escribía".
Aunque trató varias veces de estar atenta, nunca pudo atrapar in fraganti a la persona que le dejaba las cartas. Los vecinos tampoco sabían nada. De alguna manera, ella se las arreglaba para ser silenciosa y no alertar a nadie.
Una noche Delia llegó de trabajar, se ubicó en la vereda del frente, medio oculta por el poste de luz de su vecino y esperó. A lo mejor el tipo venía en algún momento y podía descubrirlo.
Ahí se quedó, mirando la fachada de su casa. La miró durante minutos, parada. Tuvo que sentarse para seguir observando. Se prendió un cigarrillo y al pitarlo se sorprendió, porque ella no fumaba, pero no le dio mayor importancia.
Miró casi una hora, con mucha concentración y con varias colillas descansando a sus pies, pero no hubo caso. A pesar de lo mucho que intentó, no recordaba si la casa era del antes o del después de.
No sabía si llorar o reír, pero la emoción le hizo hacer las dos a la vez.
Quizás, había estado escribiendo todo este tiempo a la dirección equivocada.
Quizás, había estado escribiendo todo este tiempo a la dirección equivocada.